lunes, 29 de diciembre de 2014




LA BRISA.

Es en otoño cuando mejor se aprecia su belleza, por la tarde, cuando ella llega para mecer los juncos. No me avisa ni me prepara para nada, solo llega, y yo, dispuesto para recibir su sabiduría. Saber milenario que ha tantos cobijó, que tanta quietud proporcionó, tantas decepciones. Ella, sabedora de mi pudor, cerro las azucenas y vinagritos para que no me sienta violentado, la comunión perfecta.

Los sentidos se agudizan para recibirla y ella recorre mi cara con su cálida presencia, ensimismado me despojo de la realidad, aquella que vivo sin vivir, la que maldigo, la que eligió el destino por mi. En la duermevela veo a alguien que se me parece, que me dice algo, no lo entiendo, a si, se carcajea. Ella no es cruel, me da lo que vine a buscar.

Entre los azules del cielo y el mar se escapa la luz. Pronto los demonios de la noche  despojaran mi plenitud y yo, para protegerme, me pondré la coraza, la que todos alguna vez fabricamos para la ocasión, pasta de lamentos, curtida de dolor. !Que protegido me siento¡, que ciego a la vez.

Me dispongo a marchar. Solo queda una huella y la tibieza de mi cuerpo en la tierra que ella se encargara de borrar. Codicioso, antes de partir, intento llevarme su magia pero su etérea esencia escapa entre mis manos, burlona se ríe de mi osadía.